Cuando en Semana Santa las altas temperaturas llegaban a los 32 grados centígrados quemando los pastizales y los bosques de Cuernavaca, la angustia y desesperación entraron en mí y me inquietaron, por lo que busqué un lugar fresco donde poder respirar y meditar con toda tranquilidad fuera de los Estados Unidos Mexicanos. Así, surgió la idea de viajar nuevamente a Guatemala y poder entrar en comunicación con la naturaleza, buscando mirar un lugar de remanso y de paz, un lugar distinto donde festejar mis cincuenta y tres abriles, y recibir la bendición en un emblemático, histórico, energético lugar maya.

Hace seis meses tuve un presagio, tan solo por decir: ‘Te volveré a ver pronto, Guatemala’ (palabras que dije al pie del avión de regreso a la Ciudad de México). Me siento orgulloso de dejar que la corriente corra a mi favor y que la energía divina fluya a más no poder en mí. Solo voy a descansar (me decía en mis adentros), sin saber lo que pasaría en el mes de abril de 2014.

La provincia de Sololá abrió sus gigantescas puertas para mostrarnos su belleza con el majestuoso lago de Atitlán, custodiado por tres volcanes, Atitlán (3.537 msnm), Tolimán (3.158 msnm) y volcán San Pedro (3.020 msnm). Desde el mirador San Jorge nos daba la bienvenida, con un aire cálido, sublime al respirar, el altiplano se vestía de multicolores, mostrándonos un pueblo pintoresco llamado Panajachel. Las etnias indígenas se mezclaban con el turismo europeo, muchos de ellos italianos y la presencia de los mestizos, quienes denotaban su curiosidad por conocer más del lago de siete colores.

Una lancha nos esperaba en el pequeño muelle de Panajachel para atravesar los veintidós kilómetros y llegar al otro extremo del lago, a un pueblo indígena llamado Santiago de Atitlán. El soplo del viento acariciaba nuestras caras con firmeza y las olas se elevaban golpeándonos con el techo de las aguas. Sin chalecos y sin ninguna protección (a sabiendas de que la profundidad del lago es más de 300 metros), los gritos no se quedaron atrás; mientras que nuestros ojos se deleitaban con el paisaje natural y espectacular, que la vida nos regalaba, de estar bajo la sombra de los tres volcanes y arriba de la ciudad sumergida de Samabaj. Nuestra travesía fue sublime, enérgica y apasionada.

Una vez más la tribu maya se hizo presente con sus doncellas, que nos recibieron con sus atuendos tradicionales de la más alta calidad, confeccionados a mano en sus telares; así como, con artesanías de maderas, semillas, joyas de jadeíta, pinturas, mantas, etcétera. Un camino empedrado nos condujo a la iglesia colonial y parroquial (la más antigua del lago de Atitlán) Santiago Apóstol, que data de 1547. Atravesamos la cruz atrial y nos adentramos a la nave principal de la iglesia, encontrándonos con decenas de santos que, en hilera formados, se encontraban vestidos uniformados a la usanza colonial guatemalteca, denotando su superioridad, como dioses poderosos que te dan la bienvenida, confundiéndonos con el sentir del miedo y del respeto. Tirados en el suelo yacían unos indígenas que en su lengua natal hablaban con sus dioses a voz en cuello, casi gritando, y lloraban con exageración, como si estuvieran presentes. Fuimos testigos de un sincretismo singular.

De regreso a los territorios de la tribu maya, recibí la segunda daga de jadeíta, que permanecerá en casa de mis padres, dando continuidad a mi labor espiritual en el sur de nuestro continente americano. Ansioso me encuentro esperando recibir la tercera daga y así completar la trilogía perfecta de nuestro Creador. Hablar de la fuerza suprema en nuestro entendimiento y en nuestra poca evolución es el poder ver, sentir, contemplar, obedecer y hablar con la verdad. Quiero regalarles, por medio de esta prudencia, un rayo de la esencia misma de quien me marcó en la frente antes de que naciera y quien es mi verdadero Dios, ‘Jesús de Nazaret’.